En las democracias europeas la asunción de responsabilidades políticas ante escándalos, errores o pérdida de confianza es una constante que define su madurez institucional. La dimisión se entiende como un acto de higiene democrática.
Algunos ejemplos. En Alemania, Christian Wulff renunció a la presidencia en 2012 tras ser investigado y sin esperar condena, dimitió para no erosionar la confianza institucional. Después dimitieron el ministro de Defensa y las ministras de Familia y Educación por plagio en sus tesis. En Reino Unido, Boris Johnson dimitió en 2022 tras verse acorralado por una cadena de escándalos y su sucesora, Liz Truss, presentó la renuncia por el fracaso de su plan económico. En Francia, el ex primer ministro Fillon tuvo que irse por haber colocado a su esposa en un cargo.
Más cerca, en Portugal, el primer ministro António Costa dimitió en 2023 tras conocerse una investigación judicial en su entorno por corrupción, sin que él estuviera imputado. Lo mismo hizo Luís Montenegro, líder del centro-derecha, por idénticos motivos. Ambos pusieron el interés de la presidencia del Gobierno por encima del personal.
Frente a este patrón de conducta democrática, España representa una excepción preocupante. El presidente del Gobierno, lejos de asumir su responsabilidad política por los casos de corrupción que le rodean y por el deterioro institucional creciente, optó por atrincherarse en el poder a cambio de concesiones políticas a partidos que cuestionan el marco constitucional del Estado. A sus socios, que “tragan” con la corrupción, solo les interesa saber “qué hay de lo mío”.
Y lo suyo fueron, entre otras “prebendas”, los indultos y la amnistía a los líderes del “procés”. Ahora, las cesiones alcanzan un nuevo umbral con la entrega de la recaudación de los impuestos a Cataluña, que rompe el principio de igualdad entre los españoles y la redistribución y solidaridad interterritorial, y la transferencia de la Seguridad Social al País Vasco que rompe también un sistema nacional cuya esencia es la unidad. Un paso más en el vaciamiento del Estado en estas dos comunidades.
Este tipo de pactos no tienen parangón en democracias europeas serias. Ningún líder se mantuvo en el poder a base de cesiones estatales a fuerzas secesionistas o que niegan la legitimidad del Estado al que pertenecen. Tampoco se conoce precedente en Europa de un presidente que, bajo acusaciones de corrupción en su entorno, reaccione con maniobras emocionales y sin asumir responsabilidades políticas.
La comparación es clarificadora: mientras los dirigentes europeos dimiten por dignidad política, en España se resiste al coste de trocear el Estado para garantizar la permanencia en el poder, lo que marca la frontera entre la verdadera cultura democrática y el apego a ese poder. Una anomalía en la Europa democrática.