El Ulises de Sylvia Beach

Cuando Joyce alcanza el último destino posible de ese imposible que es su Ulises, abre la escotilla de la espectral nave y lanza el manuscrito al mundano clamor de la silenciosa noche editorial. Albur que lo reclamaba en él con el triste sonar en el que se debate en el ser la divinidad. Consciente de haber creado un universo que ha de entregar a quienes lo van a interpretar bajo el criterio de rígidas leyes terrenales, las económicas. Frente a la queja de lo divino opone el editor: “Lo entiendo, has ido hasta el fin del mundo para crear un mundo, pero el mío es este”.

En el aire de esa noche vuela ese universo sin hallar cobijo, y sin caer. Joyce no la oye caer, sabe que gravita, pero dónde…

Lo avista, al fin, en alas de una golondrina redentora. Un ser capaz de alejarse de la fútil tentación de interpretar universos. Atento solo al prodigio de su inexacta perfección, en la ejecución de una melodía capaz de hacer llorar a los astros que lo alumbran. Llanto que no solo dispone las órbitas de sus cuerpos celestes, sino que los nutre en sus elementales ejes, permitiéndoles girar, sin desdoro, en los quiciales de lo eterno.

Sylvia Beach, musa de la librería Shakespeare and Company, es el ser de luz que sin salir de la sombra decide, como el llanto de ese universo, trazar en el azar de las galeradas la órbita humana y el humano cuidado de esa entelequia verbal, para que gire infinita y deslumbrante en el universo literario.

El Ulises de Sylvia Beach

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