Irpín

Morir no es tan terrible como que te maten, porque la muerte es un derecho, pero el que te priven de ella supone ser atrapado por la única certeza de tu incierto destino. Ser la viva e imperecedera memoria de un ente disminuido.

Mero despojo, tanto en el viejo papel de nueva víctima como en el bestiario del nuevo verdugo, el de la condolencia del desprecio o el aprecio, que más da, el mismo asco les inspiran a los dolientes. Porque a las defensas de las víctimas no las guardan ni avivan sanidades, sino oportunidades.

Es cierto que tenemos que escoger entre unas y otros, y que en esa elección el más elemental sentido ético nos lleva a la humana compasión de posicionarnos en favor de las víctimas, y no porque lo sean, lo son, es obvio, sino porque entendemos que tan execrable atrevimiento no fue el de ellas ni en ellas, sino en los verdugos y para los verdugos. Y es cierto, pero esa certeza no contiene ni se contiene en ningún imperativo capaz de hacer desistir al verdugo de ese abuso, ni a la víctima de tal complacencia.


Porque, lo expresemos como lo expresemos, la vida no merece ser entregada a esa ni a ninguna otra causa. Ella es causa de todas las nuestras. Y sin ella qué causa es la vida: ninguna, y, siendo así, qué importancia tiene entregarla: toda, porque en ella no solo pierdes la tuya, sino que te entregas a la del verdugo, siendo en ese horror, ella, en ella y para ella, por los siglos venideros: un asco.

Irpín

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