Hiroshima

En las últimas dos semanas he recorrido unos 28.000 kilómetros en avión; más de 3.000 en tren, metro, tranvía, monorraíl y ferry, y unos 210 andando (280.994 pasos, para ser exactos, según la app Salud de mi teléfono móvil).


Vuelvo de Japón con la piel bronceada por un sol desinhibido que sale a las cuatro de la madrugada y que, en pocas horas, está desplegando todo su potencial.


El calor es denso y pegajoso desde primera hora de la mañana. Y aún así, los japoneses se protegen de los rayos UV no solo con sombrillas, sino con todo un arsenal que incluye chaquetas, manguitos, pantalones largos, calcetines y hasta guantes. La escena es tan irreal que crees estar en algún anime dibujado por Hayao Miyazaki.


Traigo la retina grabada con templos, santuarios, palacios milenarios y el skyline nocturno de Lost in translation. Aún siento el olor del incienso y el murmullo de las oraciones a Buda e Inari. Me queda en la boca el sabor a miso y la dulzura inesperada de un mochi relleno de anko. Si cierro los ojos, aún puedo ver una vegetación exótica y exuberante que parece crecer mientras la miras. Y tardaré tiempo en olvidar el silencio de un metro atestado de gente o cómo miles de personas se desplazan por Shibuya (o por las inmensas estaciones de metro de Shinjuku e Ikebukuro) en perfecta armonía, en fila, sin perder el compás, sin chocar, como si cada paso estuviera ensayado con precisión milimétrica, como si desviarse apenas unos centímetros fuese a suponer un castigo eterno.


Japón es el país donde la ira se reprime, la tristeza se camufla y la alegría se dosifica, porque la armonía colectiva está por encima de la autenticidad. Un lugar donde la tecnología más futurista convive con la tradición más milenaria. Un imperio en el que la cortesía es religión. Pero que, sin embargo, necesita vagones de metro solo para mujeres para evitar el acoso en las horas punta y en el que no se puede silenciar el sonido de la cámara del teléfono móvil, en un intento desesperado de impedir fotos furtivas por debajo de la falda. Ciudades en las que está prohibido fumar en la calle, pero que permiten encender un cigarro dentro de algunos restaurantes, mientras el aroma del tabaco se mezcla con el del ramen y el humo es respirado por el comensal anónimo que se sienta a tu lado.


Hay tanto que decir… Sin embargo, de todos los lugares que he visitado, hay uno que se me ha quedado clavado en el corazón. Hiroshima.


Entré en el Museo de la Paz de Hiroshima pensando que ya lo sabía todo: 8:15 de la mañana, 6 de agosto de 1945, 140.000 muertos. Lo que no esperaba era encontrarme frente a las sombras grabadas en la piedra de personas que se desintegraron bajo un hongo de fuego.


Salí con la certeza de que el mal no necesita cuernos ni colas de demonio: basta un despacho bien iluminado y un botón rojo. Hiroshima no solo te rompe: te obliga a mirar de frente lo que el ser humano es capaz de hacer cuando pierde la compasión. Y te hace preguntarte si este país que perfeccionó el arte del silencio sigue guardando dentro un grito que aún no se ha atrevido a liberar.


Ahora miro las noticias y me pregunto qué hemos aprendido desde entonces. La llama del Parque de la Paz de Hiroshima sigue encendida —arderá mientras quede un arma nuclear en la tierra—, pero no es la única. En Gaza arde una hoguera infernal. En Estados Unidos arde la llama del supremacismo que sueña con muros y alambradas. En nuestras propias calles arde la llama del odio a lo diferente, del miedo que se convierte en violencia.


Pero vivimos narcotizados con titulares triviales, con nuestra cuota diaria de indignación low-cost en redes sociales, con esa cómoda convicción de que nuestras reclamaciones, sean las que sean, tienen una motivación lógica y justa. Nos repetimos que somos los buenos. Que los monstruos siempre están del otro lado. Que nosotros jamás apretaríamos el botón que desata un infierno nuclear.


¿Seguro? ¿O todos nosotros llevamos, sin darnos cuenta, una cerilla en el bolsillo?

Hiroshima

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