La validación de la ley de amnistía por el Tribunal Constitucional constituye para millones de españoles una de las decisiones más controvertidas de nuestra democracia. Lejos de consolidar la convivencia, esta ley deja una fractura institucional, política y moral cuyas consecuencias van más allá del actual ciclo político.
No se trata de un desacuerdo ideológico menor. Según múltiples encuestas, una clara mayoría de ciudadanos –más de la mitad– rechaza la amnistía por considerar que supone un trato de favor a quienes atentaron contra el orden constitucional en Cataluña.
El problema no es solo jurídico, es profundamente ético: quienes desafiaron las leyes y despreciaron las sentencias judiciales ven ahora borrados sus delitos después de participar en la redacción de la norma que los exculpa, lo que mina la confianza en las instituciones y rompe el principio básico de igualdad ante la ley.
El Estado de Derecho se basa en que las leyes vinculan a todos, sin excepción. El poder legislativo puede cambiar normas pero no debe hacerlo a la medida de intereses particulares ni como moneda de cambio para obtener mayorías parlamentarias. En este caso, la amnistía no surge de un pacto nacional, ni de un proceso de reconciliación real sino de una negociación entre partidos para facilitar una investidura.
El hecho de que siete votos de Junts per Catalunya hayan sido decisivos para formar gobierno y, al mismo tiempo, liberar de responsabilidad penal a sus propios dirigentes, sitúa esta ley en el terreno de la instrumentalización del poder legislativo para fines personales y partidistas.
Más aún, la intervención del Tribunal Constitucional avalando la amnistía, a pesar de opiniones en contra de constitucionalistas y asociaciones de jueces, añade un elemento de preocupación institucional. Que una mayoría coyuntural del órgano encargado de velar por la Constitución haya respaldado esta medida abre el precedente peligroso del uso de las instituciones como herramientas al servicio del Gobierno.
No se trata de negar la posibilidad de soluciones políticas a conflictos territoriales. Pero una solución que se percibe como una rendición del Estado ante quienes lo desafiaron no puede generar una reconciliación duradera.
Al contrario, alimenta la percepción de impunidad, refuerza el victimismo de quienes niegan la legitimidad al mismo Estado y deslegitima la justicia ante los ojos del ciudadano común. España no necesitaba una amnistía. Necesita justicia y respeto a las reglas del juego democrático.
Esta ley no cierra heridas, las agranda; no premia el diálogo, sino la deslealtad; no fortalece el Estado de Derecho, sino que lo debilita. En democracia no todo lo legal es legítimo y cuando las leyes se diseñan para borrar los delitos de quienes las redactan lo que está en juego es la salud misma del sistema democrático.