Santa basura

No hay nada que me parezca más digno de celebración que el solsticio de verano. Los días largos que vendrán. Las noches breves que no deberían terminar nunca.


Encender hogueras para dejar atrás lo malo me parece la única respuesta posible a ese momento mágico. Porque el fuego, cuando no quema, hipnotiza. Tiene ese poder atávico de convencernos de que todo está bien. Renueva. Purifica. Más aún si arde sobre la arena caliente y se funde con el salitre del mar.


Soy la candidata perfecta para enamorarme de la fiesta de San Juan. Sin embargo, yo misma me sorprendo, no congeniamos.


En 2006 San Juan cayó a viernes. Yo vine desde Ourense. Iba a salir con mi marido, pero se tuvo que ir a Santiago. Lendoiro llegaba a medianoche a Lavacolla de negociar algún fichaje (quizá el de Aouate). Al final, me quedé con su amigo Xoán, su familia y Kieran, un irlandés pelirrojo recién llegado a Coruña.


Con ese guía, el destino no podía ser otro más que Monte Alto. Había una orquesta. Folclore de plástico. En la calle Justicia o Trabajo. A los pies del Campo de Marte. Ese nombre definía perfectamente cómo me sentía: un astronauta fuera de la órbita de la fiesta. Siempre he aborrecido las verbenas.


Esa noche no cené. Lo intentamos, pero no conseguimos hacernos ni con una sardina. No bajamos a la playa. Ni siquiera recuerdo haberme tomado una cerveza. Acabamos en un banco del paseo marítimo, matando el tiempo.


A Xoán no se lo tuve en cuenta. De hecho, dos años después lo elegí para que leyera en nuestra boda un artículo de Rosa Montero titulado Amor Heroico. Era amigo de los dos. Nadie mejor para representarnos. Y aunque no se sintió cómodo con el protagonismo, seguro que también nos lo habrá perdonado. Y si no, de alguna forma, se lo habrá cobrado en estos 20 años.


A ese primer San Juan le siguieron otros igual de desastrosos. Horas haciendo equilibrios sobre la acera para engullir una sardina mal cocinada. Una playa vista desde arriba, pero que nunca he pisado. Muchedumbre que fagocita el tiempo y el espacio. Excesos que te impiden entrar. Como si la fiesta te empujara suavemente hacia la salida. Como si la ciudad en la que nadie es forastero te confinase en el gueto de los que no pueden disfrutar de algo tan especial.


Y, a la mañana siguiente, titulares abrumadores. 200.000 personas en la playa. ¡Doscientas mil! Es el equivalente a todos los habitantes de Ourense, Lugo y Ferrol juntos. Si se pusiesen en fila india, llegarían hasta Muros. Sobrecogedor.


Aunque lo que realmente sobrecoge es lo que esa multitud deja tras de sí. 211 toneladas de basura en 2015. El récord desde que las hogueras bajaron a las ensenadas del Orzán y Riazor. El equivalente al peso de un Boeing 767 listo para despegar.  


Este año, 44. Mucho menos, sí. Pero aún un exceso inasumible. Porque es el peso de 7 elefantes africanos adultos. O de una casa prefabricada completamente amueblada. O de un centenar de lavadoras industriales funcionando a pleno rendimiento.


Y eso sin tener en cuenta la basura que se cuela entre la arena, la espuma del mar y la poca conciencia. Por ejemplo, los 48.000 litros de orina que se estima que podrían caer al mar si el 80 % de los asistentes hace pis en la playa una vez durante la noche. Que es el equivalente a 240 bañeras llenas de agüita amarilla. O los más de 5.000 litros de alcohol desparramados en la arena. La capacidad de una piscina familiar.


Dice Inés Rey que esta estampa no casa con la ciudad sostenible que queremos construir. Que somos incívicos e irresponsables. No le falta razón. Algo hay que hacer. Que no cuesta tanto meter tus desperdicios en una bolsa y dejarlos al salir de la playa en algún contenedor.


Y, sí, yo también tengo deberes: reconciliarme con la fiesta y predicar con el ejemplo en alguna playa. Menos masificada. Quizá en Oleiros. O en Sada. Con hoguera, pero sin tumulto. Con fuego, pero sin residuos.

Santa basura

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