Si digo que me gustan los gatos, miento. Son animales bellos y cautelosos, tal vez demasiado oscuros. De vez en cuando un felino aparece por casa, una gata estas últimas semanas: la he llamado Patricia, por Patricia Highsmith. Llevo días leyendo sus diarios, tan interesantes como extensos, espero que la gata merodeadora se marche antes de que pueda terminarlos. A la autora de Carol, a la creadora del fascinante personaje de Tom Ripley, le gustaban mucho los gatos, también los caracoles.
Patricia se muestra cada vez más curiosa. Me mira descarada, fijamente. Yo no me atrevo a sostenerle la mirada, sería como lanzarme al agua fría, profunda, en medio del océano. Ella es nueva y temporal, pero se sienta acomodada en el alféizar de la ventana de mi cocina, me contempla. Allí no llega el Sr.Wilson, mi amor perruno, un westy terrier que se siente tan intimidado como resignado. Me he dado cuenta de que hablo con los dos, más que a menudo y en voz alta. Los días son más largos, los he llenado de paseos, de buenas lecturas, de relecturas.
«Todo está mucho más cerca, pero somos nosotros los que nos vamos quedando poco a poco más lejos». Con atención leo Sefarad, de Antonio Muñoz Molina, muy respetuosa, fascinada, como debería sentirse el alumno ante el maestro excelente: «No creo que sea verdad eso que dicen, que al viajar uno pueda convertirse en otro: lo que sucede es que uno se aligera de sí mismo, de sus obligaciones y de su pasado, igual que reduce todo lo que posee a las pocas cosas necesarias para su equipaje. La parte más onerosa de nuestra identidad se sostiene sobre lo que los demás saben o piensan de nosotros».
Le he dicho a Patricia que quiero ser viajera, también ser otra, otros, en otro lugar, en otras épocas. Qué suerte ser lectora. Curiosamente, fue el maestro Muñoz Molina quien me invitó a leer a Salter. James Salter, escritor de escritores, y hasta a la noche le he arañado el sueño para terminar, otra vez, sin querer hacerlo, Años Luz, una fantástica novela. Mantengo, he de avanzarlo, un idilio inacabable con la literatura norteamericana. James Salter nos asoma con su escritura aguda al interior del amor y a su transformación inevitable por el paso del tiempo. La vida de un matrimonio, el de los Berland, personajes a los que envuelve y atrapa en una luz final, sin retorno. Años luz, trata con exquisita sensibilidad los límites y contradicciones de lo que llamamos felicidad.
«¿A qué llamamos felicidad?». Soy yo, en voz alta.
«(…) quería vender la casa. Estaba sucediendo algo en cada pedazo de su existencia, empezaba a verlo en las calles, era como la oscuridad, de pronto se percataba de ello: cuando llega, llega a todas partes».
Era como la oscuridad. Hace unos días asistí, en la Fundación Luis Seoane, a una interesante conferencia sobre la relación entre el director de cine Stanley Kubrick y el compositor Ligeti. Kubrick, ese genio del Bronx que no hizo más que sumergirse en la noche del ser humano. Era allí, en lo más oscuro, donde colocaba su cámara e iluminaba lo que nos resultaba incomprensible y lejano. La música del compositor húngaro, György Ligeti, también me lleva a un paisaje ignoto, que no acierto a comprender. Leo también para eso, para conocer.
Se lo he contado a Patricia, en voz alta. Y no se marcha.