Los periódicos publican a diario todo lo que ocurre en la sociedad y hay días que da miedo asomarse a sus páginas. Cuando llegó la crisis financiera de 2008 asustaban las malas noticias económicas y sociales y cuando apareció la pandemia estremecía conocer cada día el número de víctimas.
¿Y ahora? Ahora asustan las malas noticias políticas que evidencian un proceso continuado de degradación de la democracia que emite muchas señales que inquietan a gente de distintas sensibilidades.
Son muchos los ejemplos. Ahí están el desprecio al Congreso y al Senado; el ninguneo a la oposición, al pluralismo y la eliminación de contrapesos institucionales; el asalto a la justicia y uso partidista de las instituciones –la última, el Banco de España– y de empresas públicas…
La guinda la pone la presunta corrupción en el entorno del presidente, del Gobierno y del partido que lo sustenta, la “casquería” según la dirigencia cuyo conocimiento, dice Juan Luis Cebrián, arroja luz “sobre el putiferio en que se ha convertido nuestra democracia” (casos Koldo, Tito Berni, Gustavo Matos, las sobrinas del ex ministro, las presuntas comisiones…) desde que los perdedores de las elecciones llegaron al poder apoyados por los enemigos de España cuyo objetivo es destruir el Estado.
Súmese a esto que el mismo Gobierno no rinde cuentas, nunca tiene la culpa de la mala gestión de los servicios públicos, del apagón, del caos ferroviario… Y lo que es más grave, nunca salió del Consejo de Ministros una palabra o un gesto que llamara a la unidad de los españoles a los que anestesian con subvenciones.
Estos hechos y otros, como el Fiscal o el sainete de Badajoz, tensionan y degradan la vida pública más de lo razonable. Son síntomas claros de una erosión progresiva del modelo democrático que camina hacia la autocracia que Levitsky y Ziblatt (“Cómo mueren las democracias”, Ariel, 2018)) describen como el proceso en que gobiernos elegidos democráticamente comienzan a manipular reglas, atentan contra la separación de poderes, neutralizan contrapesos y convierten la ley en un instrumento de poder.
“Las democracias, dicen estos profesores de Harvard, no mueren a manos de militares, sino a través de líderes elegidos que gradualmente socavan las reglas del juego” y la vacían desde dentro cuando manipulan las normas para blindarse, silencian al adversario o utilizan las instituciones como herramientas de partido.
Pero seamos optimistas. España es, por ahora, una democracia en lo formal, hay elecciones libres, medios plurales, jueces independientes, libertad para disentir... Ahora bien, visto lo visto, está en caída libre e inquieta a los ciudadanos la continua malversación institucional que, parafraseando a Ignacio Camacho, convierte al sistema entero en una carcasa hueca con la sola función de servir de decorado a un modelo autocrático.