La consistencia ética de Sánchez la explica la inconsistencia épica de sus acólitos a la hora del nefando encomio de tan infausto personaje. Me refiero a él y a ellos en estos términos porque me cuesta creer y aceptar que personas investidas de singularidad y responsabilidad puedan tomar, ordenar y defender decisiones tan arbitrarias y contrarias al más elemental de los derechos, el de preservar el medio democrático que los hace posibles en los cargos y que marca y ampara el devenir de ellos, sus familias y descendencias.
Es cierto que cualquier ser con cargo tiende a embrutecerse degradando el medio en el que ordena. Al extremo de terminar rodeado de un ecosistema degenerado que muta engendrando monstruos entre esos ciudadanos que lo jalean y aquellos a los que encomienda la gestión de asuntos de gobierno con criterios alejados de la sana gobernanza.
El problema puede parecer que es él, pero somos nosotros. A un hombre le cabe enloquecer de soberbia, pero, en una sociedad sana, su patente deterioro es frenado por el sano entendimiento intelectual y democrático de la ciudadanía que lo tutela. Sin embargo, vivimos tiempos en los que amplios sectores de esa sociedad lejos de encauzarlo, lo animan a desbordar los cauces democráticos con la miserable disculpa de la preferencia indiológica, sabiendo que es mentira, que lo que aquí se juega es lo elemental del sistema en favor del cambalache político sobre la apología del odio.