El ojo público | Informe minoritario

Dicen que la historia de un país es la historia de sus crímenes. Unos los cometen, otros los padecen, bastantes los investigan y algunos, a veces, los resuelven. El fotógrafo en ocasiones tiene la imagen de todos los protagonistas. La del muerto, jamás sale movida
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Foto: Quintana

Estábamos rodeados de cientos de pruebas de algunos de los crímenes más célebres cometidos en este país. Allí nadie era inocente. Como en la vida misma.


“Vamos a tener que hacerte un frotis bucal para obtener y conservar tu huella genética. En ese laboratorio sólo puede entrar personal que trabaja aquí”, me dijo mientras se colocaba para la foto.


“Bueno, no es tan grave, han dicho cosas terribles de mí y me han acusado de otras tantas a lo largo de mi vida, pero no he cometido jamás un crimen… creo”, repliqué mientras tomaba un taburete y lo situaba de la manera más firme que podía sobre el suelo. A continuación decidí concluir la frase, ”aunque supongo que más que buscar un culpable lo haréis por si he contaminado alguna muestra, claro”.


“¡Vaya!, además de hacer fotos también sabes de estas cosas”, afirmó de un modo casi ingenuo.


“Sí, bueno, la verdad es que hace años estudié movidas así, análisis genéticos con electroforesis y cosas de esas, pero sólo se lo hacía a peces y mejillones. Ya no me acuerdo de nada, siempre estaba con resaca”, y me subí a la silla para tomar la instantánea desde un plano picado.


“Ten mucho cuidado, por favor, aunque no lo creas una persona cayéndose desde esa altura puede matarse”, me advirtió rebuscando datos en la memoria de su experiencia como forense.


“No pasa nada, al fin y al cabo morirse es algo común a todos. Lo de vivir ya es otra cuestión, eso sólo unos poco lo logran”, y disparé la cámara.


El tipo se giró hacia el resto de su equipo y señalándome con el dedo les dijo: ”Parece un chico listo”.
Todos sonrieron mientras yo me bajaba torpemente de la banqueta.


“Créame, me hace bastante más ilusión que me llame ‘chico’ que ‘listo’”, e inmediatamente puse cara de imbécil.


Me preguntó si podía enseñarle las fotos. Negué con la cabeza y le dije que jamás enseñaba las fotos hasta que las revisaba con calma. La edición es la autopsia en mi trabajo. 


Lo entendió y me sugirió que lo acompañase a una sala, para tomar una muestra de saliva.


Entonces tuve que decírselo: “la verdad es que tener que entregaros mi perfil genético me provoca cierta angustia. De esta manera nunca podré cometer un crimen porque sería muy fácil dar conmigo. Es una auténtica putada. Habéis cercenado de raíz mi legítimo y humano derecho al libre albedrío”


El tipo, Ángel Carracedo, que es una eminencia en lo suyo, matizó: “No te quede ni la menor duda. Algo así sería infalible en un juicio. Estás obligado a ser buena persona el resto de tu vida, si no, nosotros te cogeremos”, y después soltó un par de carcajadas ahogadas. 


Me raspó la boca con un bastoncillo y mientras lo guardaba en el tubo de ensayo le contesté:

“Entonces me tendré que hacer millonario”.
Mostró una mueca de extrañeza.
“¿Millonario?, a los millonarios también los cogen por sus crímenes”.


Me coloqué el gorrito para marcharme de allí y justo antes de irme solté lo que pensaba:
“Los ricos, si son listos, jamás hacen el mal. Nunca. Para eso tienen dinero. Simplemente les llega con pagar para que otros hagan el mal por ellos. Lo que ocurre es que hay mucho idiota ahí afuera. De hecho, soy de la idea de que cualquier idiota puede ser millonario”


Y al escucharlo mostró una sonrisa de niño grande. La que posee una persona con el humor de carbonilla, que nace de un humor propio de haber tratado con bastantes muertos, los cuales, en su quietud se comunican siempre con la sinceridad del silencio. Que aportan mucha lucidez y clarividencia. Unos muertos que le han contado y de los que ha aprendido, bastantes más cosas que de muchos vivos.

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