El pasto es alto y verde en las orillas de la vereda que sube al pueblo. Las casas y calles son de piedra, humilde pizarra coronada en el cielo por parda y musgosa arcilla, y en el suelo por un leve rastro de hierbecillas asediadas por esas desgarbadas ortigas que han copado las desdentadas aceras allí donde la piedra se ha quebrado o ausentado.
Las puertas de las casas, sus ventanas y galerías, ayer de madera, son hoy un carbón húmedo y gris en el que quema el frío su fuego y clava el sol su acero. También la lluvia y el orvallo han tenido que ver en esta infame tarea, ambos las han azotado he ido pudriendo a fuerza de soledad. Pero nada de eso importaría si se hubiesen conformado con quedar ante ellas, sin entrar, pero no lo han hecho, lejos de eso han ido calándolas, ensanchando grietas, aprovechando desajustes para una vez dentro ir pudriendo los suelos de sólidos y ennegrecidos tablones de castaño. Eso las más tenaces, otras, menos capaces, se han dejado ir rodando tejado abajo para ir filtrando las tejas y pudriendo las vigas y rastreles que las sostienen.
La muerte de una casa es lenta; el primer síntoma, después de ser abandonada, es olvidar su peculiar olor, para oler al ácido aroma de la soledad. Se cuajan, después, sus rincones de una materia negra, granulada y repugnante, tanto que bien pudiera ser excremento de cualquier ser, si alguno se atreviese a morar en ellas, pero allí solo, la sola soledad.