Larga es la travesía de un joven africano hasta Europa, pero no es la distancia y la dificultad geográfica quien lo abate y ofende en todos los frentes de su ser y existencia, y sí lo es la degradación a que la aventura lo compromete. Cruzar desiertos es solo la poética de esa épica, es más, su única tregua en medio del boscaje humano y sus miserables peajes.
Un largo viaje tras la idea de un sueño de bonanza económica para él y su familia que lo mueve a lanzarse a una aventura sin ventura, en la que lo guía la humana estrella de esa esperanza que lo remansa frente a un monte desde el que divisarla celosamente guardada entre alambradas que ha de sortear, al precio que sea, porque solo así será y cobrará razón el esfuerzo realizado.
Y al final, del alambre y el desamparo, a la venta ambulante de falsos objetos que imitan conocidas marcas con los que alimentar su verdad. Ventas con los que sanar en algo las auténticas marcas que cicatrizan sus cuerpos y remediar en lo posible los fatales desgarros del alma.
Tiendas a pie de calle en los sucios escaparates del pavimento, donde tender la manta, no para echarse a dormir, sino para mantenerse despierto, tentando al que se interesa por lo falso, a los que lo acechan por falso, al falso género, a la manta que lo sostiene y a las cuerdas de tirar para salir, llegado el caso, «zumbao».
Apóstoles de un «tiberíades» de vanidades en el que ellos, sin mesías, son la única verdad.