Ya solo siento vergüenza de la vergüenza, nada más me avergüenza. Se podía pensar, por tanto, que soy un sinvergüenza, pero no, para serlo se necesita sentir vergüenza y no la siento, bueno, sí, de la vergüenza, pero como solo me avergüenza la vergüenza, por qué habría de avergonzarme ser un sinvergüenza. Sin embargo, es así como siento por ese sentir sinvergüenza.
Y no, no me refiero a esa vergüenza que nos lleva a avergonzarnos por el simple hecho de existir. Esa es una dignidad frente a ese otro ser al que hago alusión, el de ser tan sinvergüenza. Porque, si sintiésemos vergüenza por existir, cómo iban a importarnos tan poco las ajenas existencias y vergüenzas, por el contrario, las respetaríamos y amaríamos como a las propias, y nos daría tanta vergüenza sabernos en deuda con ellas por las ofensas infligidas, que nos moriríamos de vergüenza. Y morirse de vergüenza, créanme, es una ternura. Me muero de vergüenza, diríamos, y serían muchos los que preguntarían incrédulos, ¿de qué dice que muere?, y le responderían otros, porque nosotros estaríamos muertos de vergüenza, de vergüenza. Y unos y otros afirmarían, ¡pues vaya tontería!, nadie debería morirse de vergüenza, mil veces mejor ser un sinvergüenza. Pero no, no tienen razón, porque morirse de vergüenza es respetar existencias y vergüenzas allí donde unas son aún vivencias y las otras, las sanas razones de sus contingencias.
Tengamos vergüenza, no seamos sinvergüenzas.