Son palabras de Gustav Klimt: “Todo el arte es erótico. La verdad es como el fuego; decir la verdad significa brillar por un momento para quemarse después”.
Con todo, días más tarde del revuelo, busqué El beso. ¡Qué alegría seguir encontrando la obra más icónica del pintor austriaco como primera referencia! La imagen, convertida en el símbolo universal del amor, puede admirarse en la galería Belvedere de Viena. El artista vanguardista siempre estuvo rodeado de polémica y escándalo.
Firmé un contrato hace uno, dos días, cuando se cerraba agosto y entraba septiembre. Ahí, tan cerca del final como del principio, dije que madrugaría tanto como el sol y pasearía largos recorridos antes de sentarme a escribir, antes de empezar a vivir. La tecnología quiere conquistar mi territorio; la política, tan adulterada, quiere contarme su cuento. Buscaré en la música y en el arte, cruzaré el bosque, seguiré leyendo.
Atravesando un día y un país conmocionado por otro beso, con la práctica de leer haciendo kilómetros en el asiento de copiloto, leí en voz alta y para los míos: “Si no cambiamos nuestra forma de vida y nuestras costumbres, será el fin. Nos estamos exterminando a nosotros mismos. Somos a la vez el juez, el verdugo y el que está atado al poste. Aun así seguimos viviendo sin más, como si fuera lo más natural del mundo”. El título del libro de Kalman Stefánsson, Luz de verano y después la noche, amplió nuestra conversación. Hago un alto: ¿no está carísima la gasolina?
Regresaba de pasar unos días perdida donde no había ruido, antes había visitado a mamá, que vive en el sur de mi norte. Los días que paso con ella me duelen porque me anuncian los que dejo de pasar a su lado. Los paseos que dimos me dejaron huella, igual que los que no damos. Por vivir lejos he tenido que construir distancia para soportar la distancia. Me hago mayor, porque caminó conmigo con los brazos entrelazados y agarró mi mano para no tropezarse. Te haces mayor cuando tus padres te necesitan. Le di un beso, con ese dolor viajaba. No se lo dije.
Siempre hay un intersticio entre lo que debe ser dicho y lo que debe callarse. Lo intuí en otra de mis lecturas de verano: Tres luces, de Claire Keegan. ¡Oh, sí! De eso quería hablarte hoy, de algunos buenos libros que leí mientras la tierra ardía, como el relato de un verano de reconciliación, en la novela áspera y escarpada de Tatiana Tibuleac, El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes. No me dará tiempo, me entretuve besándote, pero para ahuyentar el tedio leí Sagitario, que es mi signo del zodiaco y una celebrada novela de Natalia Ginzburg.
Un regalo para el intelecto fue leer La analfabeta, de Agota Kristof, pero eso ya lo sabía antes si quiera de empezar a recorrer en once breves capítulos la intensa vida de Kristof, que escribió: “Leo. Es como una enfermedad. Leo todo lo que cae en mis manos, bajo los ojos: diarios, libros escolares, carteles, pedazos de papel encontrados por la calle, recetas de cocina, libros infantiles. Cualquier cosa impresa”.